
POR Belén Fernández Salinger
27/12/2025
El silencio del cuerpo
La vida me ha enseñado que el cuerpo también habla, y cuando lo hace en voz alta, no hay que temerle, sino escucharlo. Después de tanto trayecto, de tanta conciencia expandida y tanto silencio interno, comprendí que mi cuerpo ya estaba cansado. No de vivir, sino de sostener emociones que, por más suaves que parezcan, siguen dejando huella.
Cuando mi nieto llegó a este mundo, vino con un vendaval de amor, de entrega, de espera. Y aunque mi mente estaba serena, mi cuerpo sintió el peso de ese milagro. No hubo miedo; ni siquiera cuando sentí que el ictus se acercaba, solo la certeza de que todo era parte del proceso. Me vi pidiendo ayuda con calma, observando cómo sucedía todo sin desesperación, como si el tiempo se hubiera disuelto y lo único real fuera la quietud.
Ahora sé que todo ruido me sobra. No necesito música, ni mantras, ni colores. Solo silencio. En ese silencio está todo: mi madre, mi padre, la voz de los que amo. No los veo como presencias ajenas, sino como partes de mí misma que me hablan desde dentro. A veces, al escuchar a un amigo, puedo sentir lo que realmente quiere decir, más allá de sus palabras. Es algo natural, transparente.
Durante mucho tiempo busqué entender la espiritualidad, pero ahora comprendo que no hay nada que buscar. Lo espiritual se ha disuelto en lo humano, y lo humano es lo más sagrado que existe. Ya no necesito explicarlo; solo vivirlo con suavidad, con respeto hacia mi cuerpo y hacia ese misterio que me sostiene.
El cuerpo me ha dicho “hasta aquí”, y yo lo escucho. No con resignación, sino con ternura. Porque cuando una ha tocado el fondo del silencio, entiende que no hay nada que temer, que la vida sigue respirando dentro, incluso en la quietud. Y que lo más profundo de todo no es la expansión, sino el reposo.